NOTA DE TAPA:
LOS PAÍSES ÁRABES, ENTRE LA REVOLUCIÓN Y LA RESTAURACIÓN
Cambios en el tablero
Siempre propensos a bautizar con apelativos de tinte poético a incursiones militares de ferocidad interminable, la Operación Odisea del Amanecer, que emprendió la coalición que lideran Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, nació con el objetivo explícito de sacar del poder a Muammar Khadafi, hasta unas semanas antes socio privilegiado en negocios petroleros y financieros de todas esas naciones.
Libia, un extenso territorio con fuertes divisiones internas, se convirtió en un sitio estratégico inigualable para que Europa, pero sobre todo Estados Unidos, lo utilicen de cuña entre Túnez y Egipto para sino abortar, al menos interceder en el deseo manifiesto de ambas poblaciones de terminar con regímenes autoritarios y corruptos proclives a sostener las políticas «occidentales» en esa convulsionada región.
EGIPTO, DÍA 18. En la plaza Tajrir, símbolo de la revolución en El Cairo, una multitud celebra el anuncio del alejamiento de Hosni Mubarak del poder.
«¿Estamos en la puerta de la revolución o estamos cerca de la restauración en Oriente Medio y en el Magreb?», se preguntaba Juan Gabriel Tokatlian en una charla debate brindada en el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini para tratar, precisamente, la situación en el mundo árabe luego de las revueltas en el Magreb y la guerra contra Khadafi, pasando, claro, por las crueles represiones en Bahrein, Yemen y el clima de efervescencia en el resto de los países que van del norte africano a Oriente Medio. Tokatlian es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Torcuato Di Tella y uno de los expertos más conocidos en su área. Por eso la pregunta no resulta ociosa ni mucho menos inocente.
Porque desde que Mohamed Buazizi, ese humilde vendedor callejero de verduras de 26 años, se roció de combustible y se inmoló a lo bonzo en las puertas de un edificio municipal de Sidi Bouzid, en Túnez, el 17 de diciembre pasado, la región comenzó una serie de levantamientos que para muchos es la versión árabe de la caída del muro de Berlín o, mirando algo más lejos en la historia, de la Revolución Francesa.
Lo que Buazizi dejó al descubierto fue, en todo caso, una situación que era explosiva mucho antes de que una agente de la policía femenina le diera un sonoro cachetazo luego de decomisarle la mercadería por no tener el permiso de venta ambulante al día. Porque el joven, según parece, tenía un bachillerato y aspiraba a una carrera universitaria, pero debía mantener a sus hermanos y a su madre, una familia que había perdido al padre y apenas podía sostenerse. El verdulero ambulante era, sin saberlo, un caso testigo. Y su decisión final fue un emblema para los miles de jóvenes que forzaron la renuncia y huida de Zine El Abidine Ben Ali, quien con fuerte apoyo occidental había permanecido 32 años en el poder. Como Buazizi, los que salieron a las calles nunca habían conocido a otro gobernante y las perspectivas de cambiar la situación eran prácticamente imposibles.
Para el analista Carlos Escudé, investigador principal del Conicet y director del Centro de Estudios Internacionales y de Educación para la Globalización de la Universidad del CEMA, todavía es muy pronto para determinar hacia dónde marchan estos procesos disímiles, aunque con una raíz común. «El desenlace me parece impredecible porque va a estar signado por la diversidad de sus sociedades. Esta variedad de resultados ya se observa en el tablero», señaló quien fue asesor del ex canciller Guido Di Tella. Como detalles a tener en cuenta, recordó que en Bahreim –que es sede de la 5ª Flota estadounidense, que vigila en el Golfo Pérsico– «la revuelta de la mayoría chiíta contra la familia Al Khalifa, que es sunnita y reina desde 1783, está siendo reprimida por militares locales y por soldados saudíes y de otros emiratos del Golfo. Pero los rebeldes saben que si transgreden cierto umbral, morirán». Ni qué decir de las brutales represiones en Yemen, donde también hay un gobierno, que preside Alí Abdalá Saleh, que luego de 32 años en el poder y decenas de muertos en las protestas, «concedió» no presentarse a renovar su mandato en las elecciones de este año.
Es Escudé, conocedor gracias a su paso por la gestión oficial, de los entresijos diplomáticos internacionales, el que acota el detalle que faltaba para poner entre interrogantes al presente y al futuro de las rebeliones árabes. «En Túnez, el gobierno destituyó al jefe del Estado Mayor que se negó a reprimir y precipitó un golpe de Estado. Pero el dictador Ben Ali fue sucedido por su primer ministro. Hubo cambio de gobierno, pero no de régimen».
Algo similar ocurre en Egipto, donde las fuerzas armadas también se negaron a reprimir y el no menos dictador Hosni Mubarak –que gobernó con mano de hierro desde 1981– se vio obligado a renunciar. Pero lo sucedió el comandante general de las fuerzas armadas, con lo que en la práctica tampoco hubo un cambio de régimen. El pasado regional
Cuando se habla del mundo árabe, es bueno traer a la memoria algunas cuestiones históricas. En el caso de Libia, en el trasfondo de la rebelión contra Muammar Khadafi, todo un récord en el poder, con 42 años ininterrumpidos, subyacen viejas querellas tribales. Porque muchos de los actuales países –otro tanto ocurre en Irak, sin ir más lejos– son «invenciones» arbitrarias de las potencias europeas para dividir y englobar territorios de acuerdo con sus propios intereses. De tal modo, al disolverse literalmente el imperio otomano, luego de la Primera Guerra Mundial, un puñado de naciones fueron soldadas a contrapelo de culturas y relaciones políticas, para controlar zonas que con el correr de los años se fueron convirtiendo en estratégicas para el crecimiento del capitalismo industrial, por su enorme reserva de hidrocarburos.
Tokatlian lo dice casi provocadoramente: «Libia es, de por sí, una anomalía. Libia no debería existir como tal. Libia es una creación italiana de 1933, luego manipulada por los británicos, claramente segmentada». Para el académico, doctorado en la Johns Hopkins University School of Advanced International Studies, de Washington, «independientemente del resultado entre rebeldes y no rebeldes, entre Khadafi y las fuerzas de oposición», no habría que descartar una eventual partición del país, como hace poco se aprobó por referendo para resolver la vieja guerra civil en Sudán, donde la cuestión petrolera nunca fue un hecho anecdótico sino la razón de fondo para matanzas impresionantes durante 25 años.
El sociólogo estadounidense James Petras aporta un dato insoslayable para analizar el origen de la revuelta, en un trabajo sobre el tema que sirve para entender la resolución desesperada del vendedor tunecino. «Con excepción de Jordania, la mayoría de las economías árabes donde ocurre la revuelta se basan en la renta del petróleo, gas, minerales y el turismo, que proporcionan la mayor parte de las ganancias de exportación y los ingresos fiscales».
Estos sectores económicos exportadores son, para el docente de la Universidad del Estado de Nueva York, enclaves que emplean una pequeña fracción de la fuerza de trabajo disponible y definen una gran especialización de la economía que deja afuera del sistema a las grandes mayorías de la población. De acuerdo con este esquema, «el petróleo se exporta, mientras que todos los productos terminados, así como los recursos financieros y los servicios de alta tecnología, son importados y controlados por multinacionales extranjeras vinculadas con la clase dominante expatriada». Es la economía…
Para el diputado por el Bloque Nuevo Encuentro Popular y Solidario, Carlos Heller, quien analizó el conflicto en un artículo publicado por el matutino Página/12, a estas causas hay que agregar también una matriz ideológica neoliberal que fomentó en los organismos internacionales el apoyo a políticas que en la región latinoamericana fue muy bien vista –y padecida– durante los 90. Hay, incluso, un cierto «aire de familia» con esas políticas, ironiza Heller. Porque, como señala en ese texto, gran parte de esos gobiernos ahora cuestionados fueron «niños mimados de los organismos internacionales». Tan es así que en abril de 2008, Dominique Strauss Kahn, director del FMI, llegó a decir que «Túnez es un excelente ejemplo para los países que están surgiendo». Y, recuerda Heller, «en marzo de 2010, el Fondo emitió un informe en el que puede leerse cómo se da la bienvenida a la gestión macroeconómica de Mubarak, instando a mantener las reformas inauguradas en 2004, “que han reforzado la resistencia de la economía egipcia para afrontar la crisis financiera mundial”».
Los datos son abrumadores. En Túnez se privatizaron 204 empresas del sector público, se redujeron subsidios a la canasta básica y se abrió en forma indiscriminada la economía, de por sí dependiente de la producción exterior en muchos rubros. El resultado positivo, de acuerdo con los parámetros del FMI, es que hubo un crecimiento del 5% a lo largo de varios años, pero el desempleo trepó al 36% de la población activa. «En Egipto, el régimen negoció, durante la Guerra del Golfo y a cambio de una reducción de su deuda, un paquete de reformas de la misma naturaleza, que desemboca hoy en una distribución de los beneficios del crecimiento económico limitado al 10% más rico de la población y con el 40% de los egipcios viviendo bajo la línea de pobreza», agrega el diputado nacional.
Un dato que no olvidó señalar el sociólogo Atilio Borón, moderador en la charla debate que se dio en el CCC, es que, contra lo que muchos medios difundieron acerca de la influencia de la Web y las redes sociales en la extensión de la revuelta, en Libia sólo en 5% de la población tiene acceso a Internet, mientras que en Egipto sólo dispone de la red de redes el 10%.
La periodista Mercedes López San Miguel, subeditora de la sección Mundo del diario Página/12, incorporó otro elemento económico a la discusión en el CCC. «El programa Mundial de Alimentos de la ONU informó que, en el último trimestre de 2010, los alimentos aumentaron en Egipto un 20% y que el precio del trigo que importa el país árabe aumentó un 55%. Esto es, los egipcios gastan el 44% de su presupuesto en comida».
Al hastío, a la falta de oportunidades y de libertades que pudieron estar en el origen de la revuelta que encabezó la juventud, se sumaron entonces elementos de la más básica subsistencia. Puede deducirse que a los instrumentos tecnológicos que permitieron difundir lugares y horas para las manifestaciones que terminaron por voltear primero a Ben Ali en Túnez y luego a Mubarak en Egipto, se le sumó la necesidad de quebrar un estado de cosas que llevó a la sociedad a un punto de agitación sin retorno.
Un estado de cosas impulsado por las potencias europeas pero, sobre todo, por Estados Unidos que, al decir de Escudé, «es de una vergüenza espantosa que niega todas las declaraciones de principios de los Estados Unidos de América».
Entre el conglomerado variopinto en el que se abarca a esos sectores que genéricamente se conocen como rebeldes o insurgentes, hay una gran masa de descontentos provenientes de estratos medios y bajos de la sociedad, más un puñado de grupos de izquierda, y seguramente no pocos oportunistas, fundamentalistas religiosos y hasta nostálgicos de las monarquías.
Petras tiene, al respecto, una visión al menos enigmática. Porque para el politólogo estadounidense, hay un desafío de enormes proporciones para las estructuras socioeconómicas y políticas «que detonaron la protesta democrática de los movimientos de masas, los jóvenes desempleados y subempleados organizados de “la calle”».
«¿Puede esa masa amorfa y heterogénea convertirse en una fuerza organizada social y políticamente capaz de tomar el poder del Estado, democratizar el régimen y, al mismo tiempo, crear una nueva economía productiva para asegurar empleos estables y bien remunerados?», se pregunta. Alberto López Girondo
Amigos son los amigos
El apuro de Nicolás Sarkozy para reconocer al comité rebelde que había logrado el control de la segunda ciudad libia, Benghazi, sorprendió a todos menos a los que fueron siguiendo el avance de la rebelión árabe en Túnez y Egipto. Porque el gobierno francés había hecho negocios con los países norafricanos durante añares y fue ostensible el apoyo a los dictadores cuando comenzaron los levantamientos. Fue así que la canciller de Sarkozy, Michèle Alliot-Marie, tuvo que renunciar a fines de febrero por el escándalo desatado a raíz de su visita a Túnez en medio de las protestas contra Ben Ali. Para peor, le había ofrecido ayuda para reprimir las manifestaciones. Pero lo que colmó el vaso fue la difusión de un viaje que hizo en un avión de un empresario vinculado con el dictador tunecino, en el que sus padres cerraron, además, un negocio.
Poco antes del apuro del presidente francés, Saif al Islam, uno de los hijos de Khadafi, denunció ante la cadena Euronews que Libia había aportado dinero para la campaña electoral de Sarkozy, y amenazó con dar números de cuenta bancaria y fechas de los depósitos.
Las fotos de Khadafi con Berlusconi en el viaje que el libio hizo a Italia en 2009 todavía recorren la Web. Es más, en febrero de ese año, el Parlamento italiano había ratificado, con los votos favorables del centroderecha y el apoyo de casi toda la oposición de centroizquierda, el Tratado de Amistad, Asociación y Cooperación con Libia. En esa ocasión, el premier italiano pidió perdón a Khadafi por la ocupación colonial, entre 1911 y 1943, y prometió indemnizar a Libia por los daños causados en ese período.
Pero todo cambió en pocas horas, cuando se hizo evidente que Khadafi podría recuperar el terreno que en los primeros días habían logrado las fuerzas opositoras. Ante esa situación, otras voces dieron su posición, que no fue precisamente de intervención militar en el continente. El venezolano Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales, el cubano Fidel Castro y el nicaragüense Daniel Ortega se opusieron con dureza a la acción armada. Pero aparecieron como dando un apoyo sin fisuras a un gobierno que había reprimido a su propio pueblo al precio de decenas de muertos.
Fue en este contexto que Atilio Borón señaló en una columna, en la que pide solidaridad con los pueblos árabes, que muchos sectores de la izquierda latinoamericana se muestran confundidos con esta novedosa situación. Anota Borón: «Daniel Ortega apoyó sin calificaciones a Khadafi; el presidente Chávez, a su vez, se declaró amigo del gobernante aunque aclarando que tal cosa no significa “que estoy a favor o aplaudo cualquier decisión que tome un amigo mío en cualquier parte del mundo”. (…) Con sus declaraciones, Chávez tomaba nota de la precoz advertencia formulada por Fidel ni bien estalló la crisis libia: ésta podría ser utilizada para legitimar una “intervención humanitaria” de EE.UU. y sus aliados europeos, bajo el paraguas de la OTAN, para apoderarse del petróleo y el gas libios. Pero de ninguna manera esta sabia advertencia del líder de la revolución cubana podría traducirse en un endoso sin reservas al régimen de Khadafi».
PEDRO BRIEGER - PERIODISTA
Los egipcios perdieron el miedo
Las revoluciones en Túnez y Egipto marcan un momento de inflexión en el mundo árabe. Después de décadas de inmovilismo y temor, millones de personas salen a las calles para enfrentar a regímenes autoritarios y corruptos que basan su fuerza en un poderoso aparato represivo. La onda expansiva de estas revueltas afecta de manera directa a todos los países árabes aunque por ahora ésta se sienta más en Libia, Yemen, Bahrein, Jordania o Marruecos, y cueste dimensionar el alcance de estos levantamientos populares. Egipto, como no podía ser de otra manera, está en el centro de todas las miradas árabes por su milenaria historia y la influencia que siempre ha tenido, tanto en lo político como en lo cultural y económico.
La revolución del 25 de enero no deja de provocar asombro y admiración por el coraje de los jóvenes que se mantuvieron en la plaza Tajrir durante casi 18 días hasta provocar la renuncia del presidente Hosni Mubarak en un país donde las manifestaciones públicas por lo general estaban prohibidas. La plaza está ubicada en el centro de El Cairo y es un paso casi obligado para cualquiera. En un radio de 1.000 metros están el Parlamento, algunos de los ministerios más importantes, la Bolsa, el río Nilo y el famoso museo de El Cairo, que tiene un aire a la Casa Rosada por su diseño y el color de su fachada. La plaza dejó de ser un mero centro neurálgico del caótico tráfico por donde pasan miles de autos todos los días sonando sus bocinas. Ahora se convirtió en un símbolo de revolución. En Tajrir –definida como «la república de la libertad» por el diario Al Ahram– se derrocó al régimen, se realizan gigantescas manifestaciones y cualquier político sabe que su destino depende de la respuesta que le dé la plaza. Esam Sharaf, nombrado como primer ministro el 4 de marzo, antes de jurar formalmente fue a la plaza para dar la cara frente a una multitud y expresar su apoyo a las demandas de cambio. Lo recibieron con entusiasmo porque él se había acercado a la plaza durante los días de la revuelta y muchos guardan un buen recuerdo de su paso como ministro de Transporte años atrás. Pero tampoco le dieron un cheque en blanco. Al día siguiente miles de jóvenes tomaron pacíficamente el edificio central de la temida y odiada Seguridad del Estado para evitar que se continuaran destruyendo documentos que implican a miles de funcionarios en la represión de los últimos años. Los que gestaron esta revolución tal vez no sepan muy bien cómo diseñar el futuro de Egipto, pero saben perfectamente lo que no quieren. El mensaje fue claro, el pasado no se borra de un plumazo y no se va a permitir que los responsables de la represión queden impunes cuando ni siquiera se conoce con exactitud el número de víctimas de la revuelta. Si bien muchos familiares, no han denunciado la desaparición de sus familiares, algunos organismos de derechos humanos aseguran que hubo más de 800 muertos. Los nombres y las fotos de los «mártires», como los llaman los egipcios, están por todos lados y existe un orgullo por parte de la gente al expresar públicamente de mil maneras su rechazo al régimen anterior. En las calles uno se cruza todo el tiempo con centenares de personas que portan colgantes con fotos plastificadas de los mártires como si fueran tarjetas de identificación y en muchos edificios hay banderas y afiches gigantescos alusivos a la revuelta. Además, en todos los ámbitos se está cuestionando a las personas que formaron parte del entramado del viejo régimen. En las universidades, donde la política estaba prohibida, ahora los estudiantes realizan manifestaciones para exigir la renuncia de los funcionarios que pertenecían al partido de Mubarak. Los sindicatos independientes florecen por doquier para marcar su independencia del Estado y del partido de Mubarak que está buscando la manera de reciclarse para no desaparecer. Los coptos, que representan un 10% de los 80 millones de habitantes, están ganando las calles para expresar su repudio a las provocaciones que buscan generar enfrentamientos entre cristianos y musulmanes.
En Egipto existe ahora un vacío institucional difícil de llenar. Antes de renunciar, Mubarak nombró primer ministro a Ahmed Shafik que estuvo poco más de un mes y ni siquiera alcanzó a dictar leyes porque la presión popular y las movilizaciones en la plaza Tajrir lo eyectaron del cargo. También nombró a Omar Suleiman como vicepresidente, y el que aparecía como un hombre fuerte del régimen duró menos que un suspiro. La odiada policía desapareció de las calles y en muchas esquinas se ve a jóvenes conduciendo el tráfico. Se anuncian referendos y elecciones sin que se sepa qué y cómo se votará y los comicios pautados por Mubarak para setiembre están en la más completa de las nebulosas. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que controla el país tampoco sabe muy bien qué hacer frente a las presiones de los antiguos socios de Mubarak y los jóvenes que lo interpelan a diario. Si bien es cierto que las imágenes de niños sacándose fotos sobre los tanques en una muestra de afecto hacia los soldados pueden ser gratificante para los militares, saben que esto se puede acabar en cualquier momento si no responden a las demandas populares. Un panorama a todas luces incierto.
En 2007, Khaled Al Khamissi publicó su novela Taxi, que se convirtió en un best seller. A través de los diálogos con diferentes taxistas uno puede apreciar el descontento que existía en la sociedad egipcia. Uno de ellos le dice que «el gobierno tiene tanto miedo que le tiemblan las piernas y hasta podríamos tumbarlo de un soplido (…) este gobierno es pura apariencia. Pero el problema somos nosotros, no ellos».
El taxista tenía razón. El 25 de enero de 2011 los egipcios perdieron el miedo y brotó una alegría revolucionaria que no será fácil de controlar |
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